jueves, 27 de septiembre de 2012

texto para primer semestre 115




Una aproximación al concepto de dignidad humana
Antonio Pelè (Universidad Carlos III de Madrid)
 
El presente artículo pretende debatir un problema inherente al concepto de dignidad humana que consiste en la presumida vaguedad de su fundamento.  En este sentido, veremos que algunos autores apuntaron ciertas tensiones entre las bases teóricas de la dignidad y sus implicaciones prácticas.   La filosofía moral y política actual nos introduce el concepto de dignidad mediante casos y discusiones sobre la indignidad de ciertas condiciones (sociales, psicológicas, etc.) donde se encuentran algunas personas o colectivos. Esto aparece en los debates entorno a la eutanasia, la clonación, la situación de los minusválidos mentales, el aborto, las jurisprudencias sobre el “lanzamiento de enano” y el peep-show, el derecho a un alojamiento decente[1], etc. Cuando  Hoerster reflexionó sobre el significado del principio de dignidad humana, se preguntó “ ¿Cuáles son las acciones o medidas más importantes que lesionan la dignidad humana?”[2]. Con palabras muy similares, Karl Larenz mostró un interés en “determinar en particular qué comportamientos lesionan la dignidad de otro (...)”[3]. C. S. Lewis nos alertó en La abolición del hombre que “La naturaleza humana será la última parte de la Naturaleza que se rinda al Hombre”[4]. Dichas observaciones ponen de manifiesto una aversión hacia la degradación del valor de la persona y la necesidad de trazar unas pautas de comportamientos que respetan la dignidad del otro. Podríamos preguntarnos con Robert Spaemann, si “¿ se debe esto a que la dignidad humana se ha abierto camino por primera vez en nuestro siglo, o a que nunca ha estado tan amenazada como hoy? ¿ No podría ser que ambas cosas fueran ciertas y que dependen entre sí de un modo que todavía está por aclarar?” [5]. Poner de manifiesto las amenazas a la dignidad, implica tener un concepto claro de la dignidad, para permitirnos precisamente detectar esas amenazas. Sin embargo, la reflexión contemporánea tiende a rechazar cualquier explicación racional al fundamento de la dignidad, considerando que siempre dicha explicación es subjetiva y cambiante; algunos incluso, frente a la presunta incapacidad de definir la dignidad humana, piensan que de todas formas “ (...) una fuerza instintiva innata sabrá advertirnos de cuando se desconoce, no se protege o lesiona la dignidad de una persona”[6].  Ahora bien, dichas posturas tratan de evitar abordar la reflexión sobre el fundamento de la dignidad, tachándolo de “vacío”, porque se sienten en realidad incapaces de descifrar su complejidad. Coincidimos aquí con unas de las ultimas líneas de Dworkin en El dominio de la vida: “El insulto más grande a la santidad de la vida es la indiferencia o la pereza al enfrentarse con su complejidad”[7]. Consideramos que el fundamento de este valor (la dignidad humana) que encarna un absoluto no puede ser incierto aunque la reflexión sobre la dignidad humana prefiera hoy dedicarse a estudiar sus posibles vulneraciones.
Sería interesante recordar que el concepto de dignidad humana ha conocido varias fases en su formulación histórica. Durante la época pre-moderna, dicho valor derivaba del parentesco uniendo el hombre con Dios y hacía del primero un ser excelente por ser creado a la imagen del primero. Gracias a las cualidades que le fueron atribuidas (pensamiento, lenguaje, etc.) el ser humano podía demostrar su grandeza y superioridad sobre los demás animales: el hombre era el único ser valioso puesto que Dios le otorgó sólo a  él las capacidades más nobles para ejercer su  predominio y perfeccionar su conocimiento. El concepto de dignidad era así un concepto religioso y las razones de su aparición deben buscarse en el antropocentrismo fomentado en gran parte por la religión judeo-cristiana.
En la época moderna, el concepto de dignidad fue reformulado: la dignidad del hombre deriva de su naturaleza humana pero dicha naturaleza se desvincula progresivamente  de cualquier origen divino. Como en la época pre-moderna se hace un elogio de las capacidades humanas pero esta vez deduciendo de éstas mismas la dignidad del hombre, sin acudir a ningún parentesco religioso. El antropocentrismo está así preservado, puesto que se insiste en la singularidad de la especie humana en relación con los demás animales. A esta reformulación parcial del concepto se ha añadido una más profunda : el hombre es un fin en sí mismo y debe ser tratado como tal y no meramente como un medio. Esta nueva formulación de la dignidad se plasmará en el ámbito jurídico con la aparición de los derechos humanos. Desde ahora, la dignidad humana no sólo tiene un alcance vertical (la superioridad de los seres humanos sobre los animales) sino también un alcance horizontal (la igualdad de los seres humanos entre ellos sea cual sea el rango que cada uno pueda desempeñar en la sociedad). Es cierto que podemos encontrar precedentes a dicha igualdad del género humano en le pre-modernidad. Sin embargo, dicho precedentes no contestaban los tipos de organización social pre-modernos caracterizados por su desigualdad, donde el rango de cada uno constituía precisamente su dignidad y valor, justificando una división social entre dueños y esclavos, señores y vasallos, etc. 
Si el concepto de dignidad nace en la época pre-moderna, su alcance ha sido desarrollado en la época moderna. De la igualdad de los miembros del genero humano se deduce la necesidad de un trato mutuo respetuoso; trato garantizado en particular por las herramientas jurídicas que son los derechos humanos. El concepto moderno de dignidad humana es así deudor del concepto pre-moderno en la medida que recupera esos rasgos humanos pero los interpreta de forma secularizada : el individuo es valioso en sí y no por su parentesco divino. Introduce además una novedad: la igual dignidad pretende generar una igualdad jurídica y política de los individuos a pesar de sus posiciones sociales y desigualdades naturales.
A pesar de sus diferencias, las dos versiones de dignidad tienen una misma consecuencia : otorgan un valor absoluto al ser humano. Tanto el fundamento como la amplitud de este valor es distinto según estas dos perspectivas. Sin embargo, coinciden en el otorgar una excelencia al ser humano. En cuanto la perspectiva pre-moderna : el ser humano es un ser excelente y superior puesto que ha sido creado por Dios. En caso contrario, la “indignidad” del ser humano hubiera limitado o contradicho la excelencia (creadora) de Dios. En cuanto la perspectiva moderna: el ser humano es un ser excelente por los rasgos que derivan de su única naturaleza humana. Esos rasgos eran también identificados por la primera perspectiva pero aquí se los desvincula de su parentesco divino para considerar que pueden otorgar en sí mismos dignidad al ser humano. La naturaleza humana llevaría razones suficientes para otorgar un valor supremo al individuo; un valor tan supremo que se lo considera como el prius del orden jurídico del Estado de Derecho[8].
En resumen, tanto en la época pre-moderna como la moderna, el concepto de dignidad humana se fundó en unos rasgos físicos y psicológicos que presupuestamente definen  al ser humano como ser superior y excelente. Su dignidad estriba por ser una criatura cuyos dotes le permiten manifestar su esencia divina (época pre-moderna) o afirmar su libertad y autonomía, desmarcándose del reino animal (época moderna). Como podemos ver, esos tipos de fundamentación vincula la dignidad humana con una presumida excelencia natural del ser humano. El valor del ser humano deriva de sus capacidades aunque éstas se manifiestan de distintas formas en cada individuo e incluso, no se manifiestan en ciertos individuos.
Se podrían realizar sin embargo algunas observaciones en cuanto esa construcción moderna. Cuando decimos que el ser humano es digno, le atribuimos un valor intrínseco es decir ontológico e insustituible. Como lo afirmó Spaemann, en su artículo “Sobre el concepto de dignidad humana”, dicho concepto “(...) encuentra su fundamentación teoríca y su inviolabilidad en una ontología, es decir una filosofía del absoluto”. El hombre es así digno por su mera condición y no debe demostrar su dignidad (como ocurría en épocas pre-modernas) para obtenerla mediante el reconocimiento de los demás.  Spaemann añade más adelante un punto relevante en cuanto la definición moderna de la dignidad: “(...) el ateismo despoja a la idea de dignidad humana de fundamentación (...). No es una casualidad que tanto Nietzsche como Marx hayan caracterizado la dignidad sólo como algo que debe ser construido y no como algo que debe ser respetado”[9]. Dicha observación viene conectarse con otras ideas que vienen subrayar la peculiaridad de la situación moderna del individuo. Así, entre otros,  Charles Taylor  se refiere en las Fuentes del yo a la “perdida del horizonte” a la hora de definir al individuo humano en la modernidad[10] o también, Paul Valadier habla de “la ruptura ontológica y la soledad del sujeto moderno”[11].
¿Por qué dicho vacío a la hora de definir el individuo moderno? Conviene insistir en que el concepto moderno de dignidad, por otorgar un igual valor a todos los individuos por ser humanos,  rompe con los fundamentos pre-modernos de la dignidad. En efecto, tanto en la antigüedad, la Edad-Media, el Renacimiento, etc. el valor del individuo derivaba de su filiación, origen, posición social, u otros cargos políticos. En resumen, los individuos nacían con dignidades distintas y desiguales. El individuo podía sentir e identificar su valor y excelencia por la pertenencia a una élite con la cual compartía los rasgos sociales, políticos y económicos. Además, sentimientos como el valor en la Antigüedad[12] y el honor en la Edad-Media[13] impulsaban al individuo demostrar su excelencia y obtener así el reconocimiento de la comunidad en la cual se encontraba. Cuando nos referimos a un cierto vacío de la dignidad humana, queremos subrayar lo siguiente: mientras que en su forma anterior, el valor del individuo se sostenía en sentimientos que le permitían sentir su identidad, en la modernidad, la dignidad humana parece carecer de fundamento emocional.
Por otra parte, el “vacío” relativo al concepto de dignidad humano podría referirse no sólo a la forma cómo uno siente su dignidad sino también en la dificultad de aprehensión del concepto. Dicha dificultad podría derivar del desarraigo de sus elementos constitutivos (razón, autonomía, sociabilidad, sensibilidad, etc.) de cualquier trasfondo religioso. Este desarraigo hace que esos elementos no tengan una interpretación sistemática y coherente que hubiera obedecido a una concepción rígida de la naturaleza humana. Este desarraigo se fundamenta no obstante en una perspectiva humanista del ser humano, donde su dignidad deriva principalmente del valor atribuido a su razón y autonomía, y donde “(...) el ser humano se emancipa de los roles sociales impuestos (...)”[14].
            Con el concepto moderno de dignidad el valor del individuo yace únicamente en  sus rasgos humanos independientemente de su posición social, origen o filiación. La excelencia del hombre es de cada uno no por su pertenencia a una élite sino a la especie humana[15]. Además, no se le exige que demuestra su excelencia, a través de sentimientos como el valor o el honor, para que los demás les reconozcan dicho valor. Sin embargo, siguiendo a Richard Sennett, en su análisis del respeto,  “la invocación de la dignidad como “valor universal” no da por sí misma ninguna pista acerca de la manera de practicar el respeto mutuo inclusivo”[16]. Aquí estribaría precisamente otro vacío a la hora de concebir la dignidad humana en la modernidad, aunque consideramos que esas “pautas” podrían ser señaladas por los derechos humanos. A la diferencia de  los conceptos pre-modernos del valor de la persona, el concepto moderno de dignidad no tiene ningún sentimiento sobre el que apoyarse, a menos que sea ella misma un sentimiento, como “respeto que las personas sienten hacia sí misma en tanto que seres humanos”[17]. Sin embargo queda por justificar las razones de este respeto. No creo que deberíamos por lo tanto adoptar una postura escéptica  que considera que es precisamente la actitud de respeto la que da valor a las característica de ser humano[18], visto que esquiva el problema de la fundamentación de la dignidad.
Los fundamentos modernos de la dignidad pretenden justificar la dignidad humana únicamente en los rasgos humanos con el fin de justificar la idea de igual dignidad. Igual dignidad que es el fundamento del Estado de Derecho que considera a los individuos como ciudadanos con iguales derechos y deberes. Sin embargo, dichas fundamentaciones  tienen poca relevancia práctica: en efecto, por un lado, dan por sentado y obvio que por su  excelente  naturaleza, el ser humano tiene un valor absoluto y es merecedor de derechos; por otra parte, dicha obviedad choca con las numerosas situaciones actuales y pasadas donde individuos han visto degradado y vulnerado su dignidad. Con otras palabras, si el valor del ser humano es tan obvio – por derivar precisamente de los rasgos que caracterizan a los seres humanos -  ¿ por qué no se impone en la realidad con tanta obviedad?[19] 
Una salida a este problema sería concebir la dignidad humana como un concepto entre el ser y el deber ser. Noberto Bobbio, en su conocido artículo “Igualdad y dignidad de los hombres”,  al referirse a la igualdad y la libertad naturales de los hombres, consideró que dicha expresión “no es la descripción de un hecho, sino la descripción de un deber ¿ Cómo es posible esta conversión de una descripción en una prescripción? Es posible si se considera que el decir que los seres humanos nacen libres e iguales por naturaleza, es decir, según su naturaleza ideal, elevada a criterio supremo para distinguir qué se debe hacer y qué no se debe hacer”[20].  Robert Spaemann abundó también en un mismo sentido cuando apuntó que este concepto “ (...) no indica de modo inmediato un derecho humano específico, sino que contiene la fundamentación  de lo que puede ser considerado como derecho humano en general. Lo que con él se nombre es algo más originario que lo que se expresa por medio del termino derecho humano. Y, a la vez, no tiene la misma operatividad que aquel. La frase la dignidad del hombre es inviolable aclara esto de modo inmediato. ¿ Quiere ésto decir que la dignidad del hombre no puede o no debe ser violada? El doble sentido de la formulación es un indicio de que el concepto de dignidad humana está asentado en un ámbito precedido por el dualismo del ser y el deber ser” [21]. 
Creo que esas dos dimensiones del ser y del deber ser son indispensables a la hora de reflexionar sobre el fundamento de la dignidad humana, no sólo porque indican que este concepto debe analizarse en una perspectiva dinámica que tiene en cuenta tanto los elementos constitutivos de la dignidad humana y sus manifestaciones como un ideal de absoluto presente en la naturaleza y existencia del ser humano.
El concepto moderno de dignidad humana no niega la existencia de  desigualdades entre los individuos. Lo que sí niega es que esas desigualdades naturales y sociales sean la justificación de un tratamiento desigual por parte de las instituciones o un trato degradante entre los individuos.  Con otras palabras, cada uno merece un respeto debido por el mero hecho de ser humano. Tal afirmación recuerda la base de la definición moderna de la dignidad que aparece en Kant: “ la humanidad misma es dignidad: porque el hombre no puede ser utilizado únicamente como medio por ningún hombre (ni por otros, ni siquiera por sí mismo), sino siempre a la vez como fin, y en esto consiste precisamente su dignidad (la personalidad) en virtud de la cual se eleva sobre todas las cosas (...)”[22].
El hombre tiene un valor “en sí” y confiere al concepto de dignidad una dimensión ontológica, significando algo sagrado. Además, dicho valor tendría consecuencias en los comportamientos inter-subjetivos: los individuos deberían tratarse con respeto es decir, siguiendo las palabras de Karl Larenz, reconociendo “(...) la indemnidad de la persona del otro en todo lo que concierne a su existencia exterior en el mundo visible (vida, integridad física, salubridad) y en su existencia como persona (libertad, prestigio personal)”[23].
Ahora bien, pedir al ser humano que trate de forma respetuosa a otro individuo tiene dos premisas. La primera se refiere a la necesidad de encontrar una forma de regulación social que protege la dignidad de cada uno. Se reconoce en cada individuo un valor absoluto (su dignidad) pero al mismo tiempo cada individuo se percibe como un posible vulnerador de la dignidad, tanto la suya como la de otro. La segunda premisa hace referencia a la condición del ser humano: éste, puede ver su dignidad vulnerada. Esta vulneración no deriva de su consentimiento sino de otro rasgo constitutivo de su naturaleza: la vulnerabilidad del ser humano. Este rasgo es el eje entorno del cual se articulan muchas cuestiones relativas al debate contemporáneo sobre la condición y la dignidad humanas. Ya es sabido por ejemplo que la vulnerabilidad humana fue considerado por Hart como unos de los elementos del contenido mínimo del Derecho Natural[24]. Afirmar sin embargo que la dignidad humana deriva de la vulnerabilidad del ser humano no aportaría un elemento nuevo a la hora de fundamentar este concepto. En efecto, fundamentaría la dignidad sobre otra característica humana, característica que varía según las personas, como los otros rasgos. Nos encontraríamos con el mismo problema que hemos apuntado antes: ¿si una persona es menos vulnerable significa que es menos digna? Además dicha vulnerabilidad es también compartida por otros seres lo que podría extender el campo de aplicación de la dignidad a los animales[25].
Tener en cuenta la vulnerabilidad del ser humano podría quizás “llenar” este vacío emocional de la dignidad humana que hemos apuntando antes, demostrando que tenemos una aversión natural a nuestro sufrimiento y al de los demás. Dicho rasgo de vulnerabilidad se pone particularmente de manifiesto en las situaciones de sufrimiento: Charles Taylor, cuando trata de “redondear la imagen que tenemos de la comprensión moderna del respeto” considera que “la importancia que damos al hecho de evitar el sufrimiento (...) parece exclusivo de las civilizaciones más avanzadas [y] la noción de que debemos reducir el sufrimiento al mínimo es parte integral de lo que hoy significa para nosotros el respeto”[26]. El sociólogo Richard Sennett en su obra, El Respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad, considera también que “El acto de respetar el dolor ajeno es lo que confiere a los seres humanos una dignidad secular cuyo peso específico es afín al respeto de lo divino en las sociedades más tradicionales”[27].
A diferencia de los otros rasgos que definirían los seres humanos, la vulnerabilidad suscitaría un sentimiento en el fuero interior de cada uno: una sensación de precariedad de la existencia humana. M. Ignatieff abundó en este sentido en The needs of Strangers, cuando defendió el interés de fomentar un discurso sobre las necesidades del individuo con el fin de “ (...) expresar nuestra condición trágica, nuestra debilidad y la dependencia recíproca que dicha debilidad nos impone”[28].  No se trata  de fundamentar una idea de la dignidad en la naturaleza precaria del hombre, sino de entender cómo y cúando surge el discurso de la dignidad en los campos filosóficos y jurídicos. Es precisamente cuando un individuo, un colectivo e incluso la especie humana están en una situación vulnerable que el argumento “dignidad” aparece para remediar esta situación. El argumento “dignidad” revelaría una aversión del individuo hacia su propia vulnerabilidad y la de los demás o, para citar otra vez a Charles Taylor,  “ Si se quiere discernir más sutilmente qué es lo que tienen los seres humanos que los hace valedores de respeto, hay que recordar lo que es sentir la llamada del sufrimiento humano (...)”[29]. El sufrimiento hace referencia a la capacidad por parte del individuo de sentir un dolor físico y psicológico. El sufrimiento es una característica de la vulnerabilidad de los seres humanos pero está va más allá, en la medida que no implica necesariamente el dolor; hace más bien referencia a la precariedad y la debilidad de la condición humana. Así, las cuestiones actuales entorno de las cuales ha aparecido el tema de la dignidad humana evocan situaciones de sufrimiento por parte del sujeto implicado, como la eutanasia o el derecho a unas condiciones mínimas de existencia pero otras no, como la clonación, el “lanzamiento de enano” o la situación de los minusválidos mentales, donde la vulnerabilidad y la integridad del ser humano sí estan en juego pero no el sufrimiento o el dolor. De este modo, la filosofía moral y política han tenido el interés en defender un concepto “restringido” de dignidad, de donde derivarían “(...) las condiciones mínimas morales de una convivencia humana aceptable” según las palabras de N. Hoerster[30]. Dworkin, abunda en un sentido similar cuando propone un concepto “limitado” de la dignidad como “ (...) derecho a no sufrir la indignidad, a no ser tratado de manera que en sus culturas o comunidades se entiende como una muestra de carencia de respeto”[31].
La críticas hacia los sufrimientos impuestos a los individuos podrían constituir un análisis interesante si queremos entender esta vulnerabilidad inherente al ser humano. Lo que importaría no serían las causas biológicas de la vulnerabilidad humana, sino entender cómo y cuando el ser humano se preocupó de su propia vulnerabilidad y  la de los demás para  deducir unas reglas de comportamiento que se fundan en el respeto. No obstante, cuando el debate filosófico actual trata de fundamentar la dignidad humana en la necesidad de aliviar el sufrimiento, y a pesar de tener una relevancia práctica, no explica por qué el alivio del sufrimiento debe ser el único y principal bien moral[32]. La vulnerabilidad humana debe tenerse en cuenta a la hora de identificar los rasgos de la naturaleza pero no puede constituir el fundamento de la dignidad.
Por otra parte, el concepto moderno de dignidad humana no puede fundamentarse en el único desarraigo del individuo de los anteriores determinismos tanto sociales como religiosos: ello fomentaría ciertamente la libertad del ser humano pero no lo ayudaría a encontrar un sentido a su identidad. Convendría así, superar lo que puso de manifiesto Simone  Weil en Echar raíces[33]: la contradicción entre los deseos de los individuos como la necesidad de libertad y la necesidad de pertenencia, y más precisamente en relación con nuestro tema, las expresiones de la autonomía individual y la dignidad inherente a las personas como miembros de  la especie humana.
 


 



[1] Ver por ejemplo, Dion S., «Le droit à l'habitat du pauvre, une application du principe de la dignité de la personne humaine », Les petites affiches, 22 avril 1996 (49), p. 11.
[2] Nobert Hoerster, En defensa del positivismo jurídico, Gedisa, Madrid, p. 93.
[3] K. Larenz, Derecho justo. Fundamentos de ética jurídica, trad. Luis Diez-Picazo, Civitas, Madrid, 1985, p. 60.
[4] C.S. Lewis, La abolición del Hombre, trad. Paul Salazar A., Ed. Andres Bello, Barcelona, 2000, p. 60.
[5] R. Spaemann, “Sobre el concepto de dignidad humana”, Persona y Derecho, núm. 19, 1988, p. 16
[6] J. González Perez, La dignidad de la persona, Cívitas, Madrid, pp. 9-10.
[7] R. Dworkin, El dominio de la vida,  Ariel, Barcelona, 1994, p. 314.
[8] Ver, Peces-Barba Martínez, G., La dignidad de la persona desde la filosofía del derecho, Dykinson, Madrid, p. 12.
[9] Robert Spaemann, op.cit., p. 33.
[10] Charles Taylor, Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona, 1996, p. 31.
[11] P. Valadier, L’Anarchie des valeurs, Albin Michel, Paris, 1997, pp. 46 y ss.
[12] El valor como virtud política por excelencia en la antigüedad, en Arendt, H., La condición humana, p.47
[13] Ver. Peristany, J.G., El concepto del honor en la sociedad mediterránea, trad. J.M. García de la Mora, Labor, Barcelona, 1968. También,  F. Henderson Stewart, Honor, University of Chicado Press, Chicago, 1994.
[14] Seligman, A., The Problem of Trust, Princeton University Press, New Jersey, 1997, p. 54.
[15] Sobre el sentimiento de pertenencia como necesidad psicológica, ver. Frömm, E., El miedo a la libertad, p. 41.
[16] Richard Sennett, El Respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad, trad. de Marco Aurelio Gamarini, Anagrama, Barcelona, 2003, p. 69. En el mismo sentido, vid. N.Hoerster, op.cit.p. 98. 
[17] Avishai Margalit, La sociedad decente, trad. Carme Castells Auleda, Paidós, Barcelona,1997, p. 51
[18] Ver. Avishai Margalit, op.cit.,, p. 72. Sin embargo, discrepamos con este autor cuando fundamenta la dignidad humana en una perspectiva religiosa que no tiene hoy relevancia es decir en “la capacidad de reevaluar la propia vida en un momento dado, y de cambiarla a partir de este momento. Lo que aquí está en jugeo es la capacidad de los seres humanos de arrepentirse de sus pecados”, op.cit., p. 66. 
[19] Semejante cuestión la formula M. Ignatieff en The Needs of Strangers. Obra consultada en su versión francesa, La liberté d’être humain, Ed. La Découverte, Paris, 1986. p. 27.
[20] Noberto Bobbio, El tiempo de los derechos, Editorial Sistema, trad. R. de Asís Roig, Madrid, 1991, p. 40.
[21] Robert Spaemann, op.cit., p. 15. En un mismo sentido ver, N. Hoerster, op.cit., p. 91.
[22] Kant, Metafísica de las Costumbres, Segunda parte. Principios de la doctrina de la virtud, Tecnos, trad. de  Cortina, A., Madrid, 1989, p.335.
[23] K. Larenz, op.cit.  p. 57.
[24] H.L.A. Hart, El concepto de Derecho, rtad. Genaro R- Carrió, Abeledo-Perrot, Buenos-Aires, 1961, pp. 240-241.
[25] Vid. en este sentido P. Singer, que fundamenta una dignidad compartida entre animales y humanos, El proyecto “gran simio”: la igualdad más allá de la humanidad, Trotta, Madrid, 1998 y Liberación animal, Trotta, Madrid, 1999
[26] Charles Taylor, op.cit., p. 27.
[27] Richard Sennett, op.cit., p. 67.
[28] M. Ignatieff, op.cit., p. 10.
[29] Charles Taylor, op.cit., p. 22.
[30] N. Hoerster, op.cit., p. 98.
[31] R. Dworkin, Dominio de la vida, op.cit., p. 305. Según el mismo autor, una idea más amplia de la dignidad sería la que “(...)significa el derecho a vivir en condiciones, cualesquiera que sean, bajo las cuales, es posible, o apropiado, el propio autorespeto”, op.cit., p. 305.
[32] En este sentido, ver F. Fukuyama, “la dignidad humana”, en El fin del hombre, ed. SQN, Madrid, 2002, pp. 241 y ss. Si Fukuyama critica la vulnerabilidad del ser humano como fundamento de la dignidad, no coincidimos con el cuando considera que es la complejidad misma de la naturaleza humana la que otorga dignidad al hombre. No explica por qué se puede conferir dignidad y valor a la complejidad y  indeterminación de la existencia humana.
[33] Weil, S., Echar raices, trad.  J. R. Capella y J. C. González Pont, Trotta, 1996, Madrid.

jueves, 13 de septiembre de 2012

quinto semestre TEXTO PARA ENSAYO

TEXTO PARA ELABORAR EL ENSAYO SOBRE ¨DEMOCRACIA Y CIVILIDAD¨.



la-pasion-inutil.blogspot.com/2009/02/norberto-bobbio...



Así y todo, la democracia directa y la representativa tienen en común el principio de legitimidad o, en otras palabras, el fundamento de la obligación política, esto es, el principio según el cual un poder es aceptado como legítimo y como tal debe ser obedecido. Son dos los principios fundamentales de legitimidad del poder: aquel por el cual es legítimo el poder que descansa en última instancia en el consenso de quienes son sus destinatarios, y aquel por el cual es legítimo el poder que deriva de la superioridad —que puede ser, según las diversas teorías, natural o sobrenatural— de quien lo detenta. En el primer caso tenemos un poder ascendente, o sea, que procede de abajo hacia arriba; en el segundo un poder descendente, es decir, que se mueve de arriba hacia abajo. Al imaginar el sistema de poder como una pirámide, se puede pensar que fluye de la base al vértice o viceversa. Tanto la democracia directa como la indirecta reconocen su principio de legitimidad en la forma de poder ascendente. La diferencia está en el hecho de que en la primera el consenso se expresa sin mediaciones, y en la segunda lo hace a través de intermediarios que actúan en diferentes niveles a nombre y por cuenta de quienes están en la base de la pirámide.

A partir de esta diferencia entre dos principios opuestos de legitimidad, la tradicional distinción de las formas de gobierno, proveniente de un criterio meramente cuantitativo y como tal extrínseco —uno, pocos, muchos—, es sustituida por otra, que se ha vuelto predominante, entre democracia y autocracia, en la que la forma de gobierno democrática, sea directa o indirecta, se opone a todas las demás en cuanto precisamente es la única en la que el poder se transmite de abajo hacia arriba. Teniendo en cuenta la separación entre democracia y autocracia hay quien ha hecho, con conocimiento de causa, corresponder la distinción, bastante conocida en la filosofía moral, entre normas autónomas, en las que el que fija la norma y quien la recibe son la misma persona, y normas heterónomas, en las que quien pone la norma es diferente del que la recibe. Se puede decir, si bien idealmente y en última instancia, que la democracia es el sistema de la autonomía y la autocracia el de la heteronomía.

Lo que en el paso de la democracia directa a la representativa cambia o, mejor dicho, debe ser subsecuentemente especificado, es el concepto mismo de pueblo. "Pueblo" designa un ente colectivo, y la palabra corresponde al conjunto de personas que se reúnen en una plaza o en una asamblea. En la democracia representativa de los grandes Estados, los que gozan de los derechos políticos, esto es, del derecho a participar aunque indirectamente en la definición de las decisiones colectivas, jamás se congregan al mismo tiempo en una plaza o en una asamblea para deliberar. Valiéndose del hecho de reunión, se pueden juntar en una plaza o en una asamblea sólo parcialmente y, de cualquier manera, no para deliberar. En una democracia representativa el individuo generalmente no es el que decide; casi siempre es tan sólo un elector. En cuanto tal realiza su tarea normalmente solo, un singulus, en una casilla separado de los demás sujetos. El día de la elección, es decir, del evento constitutivo de la forma de gobierno representativo, no existe pueblo alguno corno ente colectivo: sólo hay muchos individuos cuyas determinaciones son contadas, una por una, y sumadas. Una democracia de electores como lo es la representativa, no recibe su legitimidad del pueblo, que, como entidad colectiva, no existe fuera de una plaza o asamblea, sino de la suma de individuos a quienes les ha sido atribuida la capacidad electoral. De hecho, en los cimientos de la democracia representativa, a diferencia de lo que sucede con la directa, no está la soberanía del pueblo, sino la de los ciudadanos.

Además de la titularidad del poder y la manera en que se ejerce, las formas de gobierno también han sido distinguidas a lo largo de la historia con base en los principios éticos en los que se han inspirado y a partir de los cuales han sido justificadas o juzgadas. La historia del pensamiento político conoce, junto a las tipologías de las formas de gobierno, el debate sobre cuál es la mejor forma de gobierno. Este debate toma en consideración los diversos principios éticos que cualquier forma de gobierno representa. Desde la Antigüedad, la democracia ha sido contrapuesta a los otros regímenes con base en el principio de la igualdad. No por casualidad en sus orígenes el sinónimo de democracia es "isonomía", que significa igualdad ante la ley. En un famoso capítulo de los Discursos (1, 55), Maquiavelo sostiene como condición para la existencia y supervivencia de una república la "equidad"; en cambio, donde hay desigualdad entre nobles y plebeyos no es posible otra forma de gobierno más que el principado. Montesquieu distinguió las formas de gobierno no sólo con base en los criterios tradicionales del número de gobernantes y su manera de gobernar, sino también con base en los principios que las orientan. Consideró como principio inspirador de la democracia la virtud que definió como "amor a la igualdad" (IV, 3). El advenimiento al mismo tiempo irresistible y temido de la democracia significa para Tocqueville la llegada de una sociedad igualitaria. Uno de los grandes contrastes que recorren la historia del pensamiento político es el que pone frente a frente a quienes piensan que los hombres nacen iguales y, en consecuencia, la mejor forma de gobierno es la que restablece la igualdad de condiciones, y a quienes estiman que los hombres nacen desiguales y que la pretensión de hacerlos semejantes es absurda y perniciosa. Los escritores democráticos son igualitarios; los antidemocráticos, no igualitarios. Más aún, una de las razones por las que a lo largo del tiempo la democracia ha sido con frecuencia calificada como la peor forma de gobierno es precisamente su tendencia a la igualdad. En el siglo pasado, después de la Revolución francesa, en el país galo y por reflejo en Italia el partido liberal y el democrático se contraponen, por lo menos hasta la aparición de los socialistas, como el partido de la libertad y el de la igualdad. Al confrontar la escuela democrática y la liberal, Francesco De Sanctis definió la primera como "basada en la justicia distributiva, en la igualdad de derecho, la que, en los países más avanzados, también es igualdad de hecho".

Conforme avanza la época contemporánea, la contraposición entre liberalismo y democracia tiende a desaparecer, y los regímenes democráticos se vuelven, o son cada vez más interpretados, como la continuación de los Estados liberales, tanto así que de hecho en el mundo actual no existen Estados democráticos que no sean al mismo tiempo liberales. La famosa contraposición entre libertad de los antiguos, entendida como autogobierno, y libertad de los modernos, como goce de las libertades civiles, viene a menos toda vez que la primera es insertada en un sistema político que comenzó a garantizar la segunda. Mientras en el mundo de las ideas el liberalismo y la democracia se muestran todavía durante un buen lapso como doctrinas opuestas, en la realidad sobreviene el paso del reconocimiento de los derechos de libertad a la admisión de los derechos políticos mediante los cuales el Estado liberal se transforma paulatinamente —con la progresiva ampliación del voto hasta llegar al sufragio universal masculino y femenino— en Estado democrático entendido como aquel en el cual los individuos gozan no sólo de las llamadas libertades negativas, sino también de las positivas, de participar, directa e indirectamente, en los asuntos públicos. Hoy la interdependencia entre la libertad liberal y la democrática es tal que hay buenas razones históricas para considerar que: a) la participación democrática es necesaria para salvaguardar las libertades civiles; y b) la protección de los derechos de libertad es necesaria para una correcta y eficaz participación.

Ideales liberales y democráticos se han entrelazado a tal punto que si es verdad que el reconocimiento de los derechos de libertad fue en un principio el presupuesto necesario para un ejercicio correcto de la participación popular, también es cierto que la inversa, el ensanchamiento de la participación se ha vuelto el principal remedio contra la subversión de los principios del Estado liberal. Hoy sabemos que sólo los Estados que brotaron de la revolución liberal se transformaron en democráticos, y que sólo los Estados democráticos son capaces de proteger los derechos civiles. Prueba de ello es que todos los Estados autocráticos que existen —y forman la mayoría— son antiliberales y antidemocráticos. Comenzando por el surgimiento de los regímenes fascistas en la primera posguerra hasta llegar a las dictaduras militares, la historia nos ha enseñado que la libertad y la democracia caminan de la mano y, cuando caen, caen juntas.

La idea de la igualdad sustancial, por encima de la puramente formal o jurídica, fue asumida por los movimientos socialistas que se opusieron tanto al liberalismo como a la democracia o dieron vida a una nueva concepción de la democracia, la democracia social, propuesta y guiada en la práctica por los partidos socialdemócratas o laboristas desde la segunda mitad del siglo pasado hasta nuestros días. Así sucedió que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el contraste entre el liberalismo y la democracia, que paulatinamente fue amainando, fue superado por la contraposición entre los defensores de la democracia liberal, por una parte, y los socialistas, por otra; democráticos y no democráticos. Estos últimos se dividieron no tanto por la oposición al liberalismo, común a todos ellos, sino por el diferente juicio que debía emitirse sobre la validez y eficacia del método democrático o gradualista como medio de conquista, primero, y luego del ejercicio del poder.

Entre tanto, la controversia sobre el método, en torno a la cual discreparon los simpatizantes del tránsito pacífico de una condición social a otra, cuyas formas institucionales son las ofrecidas por la democracia, y los partidarios de la subversión violenta, terminó por acentuar el valor instrumental de la democracia sobre el finalista y lo hizo paulatinamente predominar. En el contraste entre la democracia y la autocracia deben tomarse en consideración elementos sustanciales corno la idea de igualdad, asumida por unos y rechazada por otros; en cambio, en la contraposición entre las vías democrática y revolucionaria se plantean en primer lugar elementos de procedimiento. Es preciso remontarse a este contexto histórico, o sea, al surgimiento, dentro de los Estados democráticos, de movimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios que se fijan propósitos de transformación radical —no alcanzables mediante los mecanismos con los que son tomadas las decisiones colectivas en una democracia—, para darse cuenta del rotundo cambio de significado de la democracia que tuvo efecto, no por casualidad, después de la primera Guerra Mundial y la aparición de esos movimientos que derivaron de ella. Esta mutación de significado ha dado origen a la llamada concepción procedimental de la democracia, que hoy es abrazada por la mayoría de los estudiosos de política y puede echar mano de la autoridad de Schumpeter, Kelsen, Popper y Hayek, aunque pertenezcan a diferentes tendencias políticas. Schumpeter definió la democracia como un modus procedendi a partir del cual individuos específicos obtienen el poder mediante una competencia que tiene por objeto el voto popular. De acuerdo con Kelsen, la democracia es esencialmente un método para seleccionar a los jefes, y su instituto fundamental es la elección. Es más que conocida la definición que Popper dio de la democracia como la forma de gobierno caracterizada por un conjunto de reglas que permiten el cambio de los gobernantes sin necesidad de usar la violencia. Finalmente, Hayek escribió que el mayor abuso que se puede hacer de la definición de democracia es el no referirla a un procedimiento para alcanzar el acuerdo sobre una acción común, y a cambio llenarla de ~ un contenido sustancial que prescriba cuáles deben ser los fines de esta acción.

Todo grupo social, por grande o pequeño que sea, requiere tomar decisiones colectivas, vale decir, determinaciones que atañen a toda la colectividad, independientemente del número de las personas que las toman. Para que una decisión sea considerada colectiva, y como tal válida y obligatoria para todos, se precisa de reglas que establezcan quién está autorizado a tomarlas y de qué modo. Las diversas formas de gobierno pueden ser distinguidas precisamente con base en las diferentes reglas que establecen quién decide y de qué manera. Con arreglo a este criterio, entre todas las definiciones que se pueden dar y han sido dadas de la democracia la más simple es la siguiente: es la forma de gobierno en la que rigen normas generales, las llamadas leyes fundamentales, que permiten a los miembros de una sociedad, por numerosos que sean, resolver los conflictos que inevitablemente nacen entre los grupos que enarbolan valores e intereses contrastantes sin necesidad de recurrir a la violencia recíproca. Estas reglas son primeramente las que atribuyen a los representantes de los diferentes valores e intereses el derecho de expresar libremente sus opiniones, incluso las opuestas a los gobernantes en turno, sin correr el riesgo de ser arrestados, exiliados o condenados a muerte, y el poder de participar directa o indirectamente, mediante delegados o representantes, en la formación de las decisiones colectivas, con un voto calculado de conformidad con el principio de mayoría. Que este principio derive de un acuerdo, el cual no asegura que la decisión sea la mejor solución, no cambia en nada el hecho de que tal cosa permite a personas que tienen valores e intereses diferentes llegar a una deliberación colectiva sin que haya necesidad de aniquilar al adversario. En esta competencia incruenta, los oponentes son vencidos en el cómputo de votos: consecuencia muy diferente de la que surge de la derrota en un duelo o en una guerra. Al margen de las llamadas reglas del juego democrático, los conflictos sociales por el predominio, o sea, para señalar quién tiene el poder de decidir por todos, no pueden ser resueltos más que con la preponderancia de una parte sobre la otra. El orden democrático es aquel sistema de convivencia entre quienes son diferentes que, más allá del plano moral (válido en pequeños grupos como el familiar o en asociaciones voluntarias de tamaño reducido), permite a esos que son diferentes vivir juntos sin (o con un mínimo de) violencia y transmitir el poder último, que es el de tomar las decisiones colectivas obligatorias, de manera pacífica.

Con base en la reconstrucción clásica de la manera en que brota un gobierno, efectuada por las doctrinas contractualistas, que constituyen un punto de referencia permanente para los simpatizantes de la democracia, un régimen así nace, en primera instancia, de un pacto de no-agresión puramente negativo entre individuos y grupos en conflicto, consistente en el compromiso recíproco de excluir el uso de la fuerza en sus relaciones, y de un segundo pacto positivo a partir del cual los mismos contrayentes concuerdan en establecer reglas para la solución pacífica de las controversias futuras. En fin, con el propósito de que este pacto sea garantizado contra posibles violaciones se requiere un contrato subsecuente por el que, siempre los mismos contrayentes, coinciden en atribuir a un tercero por encima de las partes la capacidad de hacer respetar, respaldado por la fuerza, los convenios anteriores. Este poder común es el que caracteriza al gobierno democrático cuando el pacto que lo origina prevé que sea limitado por los derechos inviolables de la persona ~ se ejerza con el máximo de participación y, por consiguiente, de consenso de los involucrados. No existe Estado sin monopolio de la fuerza legítima; pero a diferencia de lo que ocurre en los Estados autocráticos, el ejercicio exclusivo de la fuerza por parte del Estado democrático debe servir para garantizar el uso pacífico de las libertades civiles y políticas, y, a través de ellas, la definición de las decisiones colectivas mediante el debate libre y el conteo de los votos. En rigor, el derecho de reunión está garantizado con tal de que los convocados no porten armas. El derecho de asociación está reconocido con excepción de las sociedades militares y paramilitares. La libertad de expresión y la libertad de prensa son reconocidas a condición de que no sean usadas para instigar a la violencia. La principal forma de oposición de masas, que es la huelga, es una típica forma de oposición no violenta. La misma desobediencia civil en casos extremos puede ser tolerada si se lleva a efecto por medio de manifestaciones pacíficas o como resistencia pasiva.

El haber subrayado los aspectos de procedimiento del gobierno democrático, de suyo suficientes para caracterizarlo y diferenciarlo de la autocracia, no excluye la referencia a valores, implícitos en la selección misma de un procedimiento en lugar de otro. Se trata de que estos valores se hagan explícitos: en la insistencia de que en la definición mínima de democracia se ponga en primer lugar el tema de la no-violencia aparece el valor fundamental del derecho a la vida, y estrechamente ligado a éste el valor de la paz contrapuesto al antivalor de la guerra; en uno de sus institutos fundamentales, el sufragio universal, la democracia incluso solamente formal se inspira en el valor de la igualdad y por tanto en la exclusión de discriminaciones tradicionales entre los miembros de una misma sociedad con respecto al censo, la cultura, el sexo o las opiniones políticas y religiosas; el régimen democrático, como condición del ejercicio mismo de los derechos políticos, debe asegurar, como se ha dicho, algunas libertades fundamentales, como las de opinión, reunión y asociación, sin las cuales falta la dialéctica de las ideas que permite alcanzar la decisión a la que se debe someter toda la colectividad mediante el control recíproco de las opiniones. En los cimientos de la democracia moderna está una concepción individualista de la sociedad. Según esa concepción, la sociedad se instituye para bien del individuo, y no a la inversa. Tal idea recibe su fuerza de un presupuesto ético que, como todos los presupuestos éticos, puede ser justificado con argumentos más que demostrado racionalmente. Se trata del presupuesto de acuerdo con el cual el ser humano es una persona moral que tiene un fin propio y no puede ser tratado como un medio; tiene una dignidad y no un precio. A la persona en cuanto tal le son inherentes ciertos derechos que sin recurrir a postulados metafísicos pueden ser interpretados y justificados como pretensiones, que emergen progresivamente en el curso de la historia, de los hombres y de las mujeres de ser tratados de forma que no sean sometidos a sufrimientos inútiles, humillaciones, sumisiones prolongadas o marginaciones, y a gozar de un mínimo de bienestar.

Mientras los procedimientos universales y los valores que portan consigo, o que presuponen, permiten diferenciar a los gobiernos democráticos de los autocráticos, se pueden distinguir varias formas de democracia tanto con base en criterios procedimentales como teniendo en cuenta la mayor o menor aproximación a la realización de los valores fundamentales.

En referencia a la primera distinción, son dos los principales criterios según si se tiene en cuenta el nivel institucional más alto o el más bajo. En el primero de ellos se ubica la diferencia entre las formas de gobierno presidencial y parlamentaria. La distancia entre las dos radica en la distinta relación entre el legislativo y el ejecutivo. Mientras en el régimen parlamentario el grado de democracia del ejecutivo depende de ser una emanación del legislativo, el que a su vez descansa en el voto popular, en el segundo el jefe del ejecutivo es electo directa y periódicamente por el pueblo, y por tanto responde de sus actos de gobierno no ante el parlamento, sino frente a los electores. En el nivel institucional más bajo se plantea la distinción entre la democracia mayoritaria y la consensual, que se apoya principalmente en la distinta formación de los grupos políticos luego de la adopción de dos diferentes sistemas electorales, el de colegio uninominal y el proporcional. En la democracia mayoritaria existe la posibilidad de alternancia en el gobierno entre los dos grupos políticos principales, y la mayoría está constituida por un solo partido o por la alianza del partido que obtuvo más votos con un partido minoritario; en la democracia consensual, donde la fragmentación de los grupos políticos generada por el sistema electoral de representación proporcional sólo permite gobiernos de coalición, la formación de un gobierno siempre es producto de compromisos entre distintos partidos, es menos fácil la alternancia total y los gobiernos tienden a ser menos estables.

Por lo que atañe a los principios inspiradores, las democracias se distinguen a partir del mayor o menor éxito en la tendencia a eliminar toda forma, incluso esporádica, de violencia política (terrorismo de derecha o izquierda, intentos recurrentes de golpes militares); con base en la mayor o menor amplitud del espectro en el que se colocan los derechos de libertad y la mayor o menor protección por parte del Estado de las libertades personales; con base en la mayor o menor dimensión del igualitarismo que se extiende de la igualdad formal o ante la ley a las varias Formas de igualdad sustancial, propias del llamado Estado social. Se pasa de formas de democracia imperfecta o cuasidemocráticas como son aquellas en que el recurso a la violencia política nunca es eliminado del todo, a través de las democracias más o menos liberales, a las formas más avanzadas de la democracia social, que es la que realiza con más amplitud el ideal ético de la democracia.

El diferente grado de democracia depende de varias razones vinculadas a la historia y a la sociedad de cualquier país. El orden político es una parte del sistema social en su conjunto y está condicionado por éste. Entre esas razones se encuentran las: a) históricas, referentes a la mayor o menor continuidad de una tradición democrática (hay países en los que el gobierno democrático no ha sufrido interrupciones, y otros en los que los regímenes democráticos se han alternado con gobiernos autocráticos); b) sociales, que dependen de la mayor o menor heterogeneidad de la composición de los grupos étnicos, raciales, de donde proviene el diferente grado de integración; c) económicas, concernientes a la mayor o menor desigualdad de riqueza, de lo que proviene la marginación también política de las masas más pobres y la no-correspondencia entre los derechos formalmente reconocidos y los que realmente se ejercen; y d) políticas, relativas a la mayor o menor amplitud de las clases dirigentes, por una parte, y a la mayor o menor dificultad de los estratos más débiles de la población, en cuanto más numerosos, de organizarse políticamente y de poder influir en las decisiones que les interesan.

En el nivel más alto encontramos las democracias que poseen raíces históricas profundas, tienen una población socialmente más homogénea, son capaces de adoptar progresivamente disposiciones para corregir las desigualdades económicas mediante diversas medidas redistributivas, tienen una clase política extensa, diferenciada y competitiva, y favorecen la organización de todos los intereses mediante la formación estable de grupos de presión, sindicatos según el oficio y partidos. En el nivel más bajo se ubican las democracias en las que están presentes sólo algunos de estos requisitos. Donde ninguno de ellos existe, cualquier intento por instituir un gobierno democrático encuentra graves dificultades y la construcción que deriva de ese esfuerzo no está destinada a durar.